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Princes Street
Edimburgo, Septiembre, 2005
Arquitectónicamente
aprecio más George Street. Es una altanera y elegante calle.
Afanosamente, entre tantos anti-estéticos y deslucidos edificios,
Princes Street concede, sin embargo, a mi corazón de errante exiliado
un dique
que repara con gusto sus visibles, pero, mezquinos encantos.
Yo
veo, en esta calle solo sus rumorosas e iluminadas fiestas.
Veo las noches navideñas y las inquietantes jornadas del festival.
No veo el sueño de un niño o la imagen de un moderno tranvía.
Sin embargo, desde sus anormales ángulos, querido amigo,
la calle
sale con gusto a cantar conmigo mis festejos y allí
la enredadera de luces y emociones
me invita a entretener mis ojos en claros espejismos medievales seduciéndome,
echado para atrás, lo que me espera.
Hay
todo un rito silencioso, entre yo, Prince Street, el castillo y las vistosas
y caras casitas de Ramsay Garden.
Pero aquí mismo yo, pasivo y ladronzuelo de ideas, odio los pastiches
de aquellos
que han convertido esta calle
en una inquieta edificación que me disturba.
Pero
como toda historia arquitectónica no tiene final
me hundo en los rentables silencios
imaginando que la maravillosa Edimburgo,
en su condición de gran ciudad,
pondrá un poco de atención al festín de mis alardes
emocionales intentando,
en un mismo vecindario, ser vecino de una estupenda calle
que no es como las otras.
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